La mayoría de los países están insertos en el sistema capitalista global, han adquirido la modernidad propuesta desde occidente a través del pensamiento hegemónico que se propaga desde las potencias centrales hacia la periferia que la ha adquirido en algunos lugares con más intensidad que otros. La ideología del utilitarismo y del capitalismo son las que predominan en la manera de pensar de los sujetos de este occidente ampliado a los países capitalistas asiáticos.
En la historia de muchos de estos pueblos el liberalismo y la modernidad han sido fuente de movimientos revolucionarios fundantes de lo popular, lo ciudadano o lo nacional. Las revoluciones se agotan en la construcción de un pueblo justo. Con la naturalización de la dominación capitalista como un orden justo emerge el declive de la ideología revolucionaria.
La efectividad del monopolio del Estado en la obtención de la autorización del uso legítimo de la violencia, expropiada al capitalista, a cambio de previsibilidad y seguridad jurídica, ha generado la idea de la cultura occidental que postula la naturalización de que la única violencia legítima es la que emana del Estado. Desalentando así toda forma de violencia, ajena, revolucionaria, aunque hay formas de revolución que no plantean la violencia como su práctica central. Cabe preguntarse ¿Qué violencia? Reducirla a la expresión armada no parece esclarecer la cuestión. Formas de colectivización forzadas, disciplinamiento hasta la alienación, el desprecio por la unicidad de la subjetividad, la supresión de la garantía del derecho y su reemplazo por la arbitrariedad también son formas de violencia. Quizá no orientadas contra el enemigo, pero violentas al fin. Si no aparece como fin, la violencia revolucionaria es siempre un medio.
La centralidad de los valores democráticos, los derechos humanos y la estatalidad, ponen en jaque al ideario revolucionario de los dos siglos pasados. El desprecio por la vida, por la política, por la opinión pública y individuación no tienen lugar en nuestra cultura.
La categoría “ terrorismo” como calificativo de los actos insurgentes en países periféricos o dominados es parte de una estrategia de dominación que impide las revoluciones al desarticular su legitimidad.
No se puede pensar la ideología revolucionaria en abstracto, puesto que no es una realidad empírica unívoca.
Si hay una ideología revolucionaria marxista, con tintes anarquistas, como parte de una utopía comunista, está llamada a repensarse. En el pasado y en su lucha contra el enemigo ha adquirido sus caracteres asimilándose tanto que es sumamente difícil distinguir uno de otro. En este punto toda referencia a la justicia se diluye, puesto que la justicia es un valor social.
La negación de la personalidad que ejerció el movimiento revolucionario en los países latinoamericanos durante los sangrientos setenta hoy es inaceptable por las nuevas generaciones que se socializaron en democracia.
La mayoría del tiempo, los Estados son efectivos, y mantienen su legitimidad.
La revolución solo sigue siendo viable, violenta y sangrienta, en aquellos lugares donde otra forma de violencia de sangre la incita.
Las formas de violencia actuales del capitalismo como la sobre explotación, la pobreza, la exclusión, las formas de discriminación y la privación del medioambiente, tiene una entidad social más compleja que no puede reducirse a la categoría de simple “violencia”, son verdaderos procesos sociales que invitan a quien desee llamarse revolucionario a reflexionar seriamente sobre ellos sin resignar la idea de la superación del capitalismo pero sin caer la utopía o el mito de la inevitabilidad histórica que no deja ver lo que los acontecimientos dicen y modificar el curso de acción.
Si la ideología revolucionaria no ha muerto, y ha sido marginada por un mítico Leviatán global, está llamada a repensarse desde una base más humana: la irrenunciabilidad de la empatía que impide resignar el principio de la vida, y el reconocimiento paradójico de los opresores como semejantes.
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